Per una carissima farfalla.«Ya sabes, vivo como Robinson Crusoe, náufrago
entre ocho millones de personas. Entonces,
un día vi una huella en la arena, y allí estabas...
es algo maravilloso, cena para dos.»
Jack Lemmon en El apartamento,
de Billy Wilder (1960).
A LUZ DE TU MIRADA es dulce y oscura, y me lleva una y otra vez al punto de partida. Vuelvo a ser un ave marina arrojada al acantilado en su bautismo de aire, y olvido de repente todas las horas de vuelo que antaño dibujaron mi intransferible cartografía del mundo. Esa luz que mana sosegada de tus ojos desmonta cualquier defensa, deshace el más mínimo atisbo de estrategia y a tus pies rindo mi fortaleza y mi bandera. Y desconfío de las palabras, y cuelgo los hábitos de esta liturgia, y abandono un credo antiguo que ahora, ya sin templo ni dios, me parece tan pequeño. Creía de veras en la altura de mis sueños, en la firmeza de mis convicciones, en la cualidad de lo literario, pensaba que las palabras podían ser herramientas para construir una realidad nueva. Y sin embargo, ante la luz de tu mirada, en silencio y sin estruendo, mi edificio se desmorona como una acrópolis atlante en los abismos del océano, sin que un alma siquiera tenga noticia del cataclismo. Y las corrientes me empujan a la superficie, y me dejan a la deriva, hasta varar en cualquier playa. Y vuelvo a estar desnudo y expuesto a los elementos, despojado de todo lo que me rodeaba, ante la oscura y dulce noche que me cobija desde tu mirada. Y primero me siento perdido, pero al instante, como por un milagro sencillo y tranquilo, haber olvidado el arte de volar, haberme rendido a Ti, haber perdido la fe en las palabras, de repente, me parece la manera más pura y hermosa de volver a ser libre, fuerte y sabio, para mañana volar más alto de tu mano, para ser invencible, para creer más que nunca en la palabra, si me acerca un poco más a Ti. Aunque tenga miedo, todavía, de que no me abraces, sé que contigo puedo ser más libre, fuerte y sabio. Y acepto este renacimiento como el náufrago aprende a amar su isla, y me levanto, y me visto con tu noche infinita, y me dispongo a reinventar mi sueño.
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RACIÓN DEL ALBA, ofrenda a la última estrella, altar de arrecifes y arena que alzo a la espera del primer amanecer del resto de mis días. Fervor desde la raíz del espíritu que dirige mis plegarias hacia el este, allá donde te desperezas cada mañana, como un sol delicado que resbala de las sábanas para iluminar las calles de tu ciudad y mi cabaña de náufrago. A este lado del mundo llega el destello rosáceo de tu sonrisa temprana, y esta pequeña isla tiembla entera en breves sacudidas, y despierta conmovida por el regalo de una mañana en la que toda Tú, con tu esencia y tu imagen, con tu silencio y tu gesto sereno, altivo a veces, majestuoso siempre, ocupas el arco del cielo. Y tus caderas se recortan con la silueta del paisaje, y tu respiración trae el perfume de la brisa, y tu voz se confunde con la espuma de las olas, y tu piel se tiende en la franja húmeda de arena que atrapa pedazos de ámbar, y en el ámbar —forjado con las gotas que fueron tu llanto y tu saliva— se adivinan burbujas, y entre las burbujas —de tu risa y tu alegría— se intuye la figura de un pasado ya extinto en aquella ciudad en la que nos señalaban con el dedo los que ahora quedan tan lejos, hundidos en el olvido.
Toda mi esperanza cabe en el regalo de saberte en alguna parte, como sabe el náufrago que todos los días el sol volverá a despuntar del horizonte para cuidar de su isla. Porque quiero hacer de esta isla mi hogar, y no sentirme extranjero nunca más, en ninguna parte, aunque tenga que olvidar lo que fui, hacer acopio de maderos para una balsa y convertirme en un humilde pescador.
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ECUERDO EL EXILIO de mi infancia, la eterna sensación de ser un forastero entre mis semejantes, cuando hacía aquellas cosas que nadie aprobaba, o huía de las que todo el mundo esperaba de mí. Recuerdo una soledad casi invernal bajo el sol de agosto, una escarcha de silencio que clavaba en mí sus agujas blancas, mientras la ciudad exudaba tedio por las esquinas y el asfalto se deshacía bajo los pasos de una extraña horda en desbandada.
Demasiadas veces se estrelló mi ansiedad ilusionada contra lo cabal, lo común y lo correcto. Tantas, que el ansia se hizo olvido y la ilusión silencio, hasta que un día llegué a sentirme un intruso en la casa del padre, y desde entonces sólo fue posible imaginar otro horizonte, lejos de allí. El mundo no estaba hecho para pedir justicia por terceros, ni buscar respuestas en caminos incómodos, ni elegir antes la emoción que el provecho. No estaba preparado para compartir aquellas primeras nociones de la belleza ni aquella intuición casi sobrenatural por las cosas ciertas con cualquier extraño, cualquier rostro esquivo, cualquier par de manos llevadas a la cabeza ante aquél niño que dibujaba en los rincones, cantaba entre las filas uniformadas del patio o regalaba historias y poemas a quienes luego se burlarían de su ingenuidad. Recuerdo el exilio de un niño señalado con el dedo del cínico, que renunció a todo por recuperar la sagrada libertad de ser él mismo.
Aunque halle posada en cada puerto y camaradas en cada travesía, la senda del navegante es solitaria, y he doblado cien veces el Cabo de Hornos a solas con la tormenta, y me he ganado a pulso cada cicatriz y cada retal de mis harapos, pero ahora, en esta humilde isla en medio de la nada, de nuevo siento la posibilidad de despertar la llama que siempre se agazapó en el fondo de mi mirada, precisamente ahora, que la tuya me ilumina y aviva los rescoldos de esta hoguera que me habita.
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NTRE LOS RISCOS DE PONIENTE, cuando llega el crepúsculo, el sol se va diluyendo como una gota de sangre en el agua, y la herida se incendia por el filo del horizonte, hasta que todas las criaturas de la isla quedan en un silencio que tiene algo de místico, arrobadas en su devoción ante la magia del paisaje. El día se consume en el fuego y la noche revive de sus cenizas, y en cada brizna de hierba, en cada palmera, en cada duna de arena, en cada farallón de los acantilados, sobre los helechos que tiritan, sobre el lomo de los pájaros australes, y por todos los poros de mi piel, resbala una caricia fresca y gris, un roce afable de gato viejo, que trae el preludio de una tormenta agazapada tras el susurro de la vegetación. Un demiurgo carpintero parece agitar troncos y tablas al otro lado del mundo, en la trastienda del cielo, y después de un crujido que estremece hasta el mineral de las rocas, una lluvia de Génesis se desploma sobre todas las cosas. Todo encuentra su equilibrio, y el firmamento pasa del incendio a la tormenta, el estruendo de una obertura para orquesta deja paso a un solo de náufrago en la menor, y unos instantes después, con una cadencia melódica, los dedos del agua clausuran el concierto como un xilófono sutil sobre las hojas abiertas de la selva.
Todo el tiempo que nos ha sido dado, toda la Creación, todas las revoluciones, cada edad y cada segundo que hemos logrado arrebatar al vacío con nuestra sangre, nuestro sudor y nuestro deseo, se comprime en un solo día, y toda mi existencia cabe apenas en un instante, en este instante, en el que la Vida se manifiesta e interpreta su sinfonía eterna y fugaz, infinita y perecedera, inasible y perceptible a la vez, como una punzada de lucidez en la corva de los ojos, o una mano que se aferra al calor de las entrañas. Un día de náufrago en esta isla vale por mil años de marino paria que trashuma de país en país, sin hogar al que regresar jamás, así como un beso de tus labios, o el contacto de tu cuerpo tibio y desnudo al deshacernos agotados en el sueño, es la odisea de una vida contada en una sola escena. Me deslizo del nudo de tus brazos y contengo la sonrisa ante tu gemido de protesta, me retiro un poco y admiro un minuto —que cala en mi alma como una ceremonia— el milagro de tu belleza reposada, que me parece otra isla en sí misma, un reducto de pureza en un mundo aciago. Te dejaré dormir un poco más, niña. Seguro que Tú también tienes hambre, voy a salir a pescar.
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ADAR CONTRA LA CORRIENTE es siempre un empeño arduo y amargo, pero también nos da la medida de nuestras propias fuerzas, el calibre de nuestro deseo, y así se durmieran mis músculos y mis huesos se helaran en las fauces implacables del oleaje, allí, mar adentro, donde las crestas no hacen espuma y se yerguen en un silencio violento, y el fondo es un abismo renegrido, aunque el último pedazo vivo de mi cuerpo me traicionara, así mi corazón seguiría braceando hasta el último aliento, con tal de volver a reposar en la dulzura del tuyo.
A veces olvido que no estás aquí, aunque tu presencia lo ocupe todo, y olvido que la distancia se puede medir en semanas de navegación, o en ausencias al otro lado de las nubes. Eres apenas un jirón de niebla que roza mi orilla, un fantasma de humo del que quisiera saber todo lo invisible, más allá de la forma y la frontera de todo lo que cabe en la mirada. Saber de tus propios paisajes ficticios, beber de tus sueños, abarcar en una mano tendida todo lo que las palabras no pueden decir de Ti. Y sin embargo Te Siento, y en mi isla estás presente, y te acomodo, y te dejo dormida y a salvo en mi lado de la cama, y salgo a pescar para Ti.
Empujo mi balsa mientras hago pie en el lecho, y me encaramo a ella de un brinco, y voy dejando atrás el animado coloquio de los pájaros, el alarido de algunos monos locos, el rumor de la espuma volcada en la arena y el fragor blanquecino en el batiente, hasta rebasar las últimas olas que rompen en los arrecifes que protegen la playa. El ruido a veces se parece al color blanco, pero el silencio es oscuro, un brillo demasiado intenso a veces me deslumbra y no deja que me concentre en nada más, y entonces me siento más cómodo en la suave quietud de la noche, como los peces, que confían en esta balsa que se balancea en la calma de un mar agotado, y acuden bajo el fanal encendido de mis palabras, y dudan, y rodean la carnaza —pedazos de mí mismo, carne, saliva y letras—, y pican ahora más que nunca.
Creo que se me va a dar bien la noche, pero no quiero robarle la libertad a estos pobres peces —ya comeremos fruta, niña, que los árboles en esta isla son como madres con el hijo pródigo—, sólo busco uno en especial, un gran pez de escamas irisadas y voz italiana. Un pez soprano, ¿no has visto nunca uno? Son raros, es cierto, pero si tengo suerte te llevaré uno para cuando despiertes. Se quedan siempre cerca de ti, y nadan en ochos, trenzándose entre tus piernas mientras te metes despacio en el agua, como gatos marinos, y cuando se sienten seguros, convocan un banco de peces foco y luciérnagas submarinas, y te cantan Vissi d’Arte de Tosca como si fueran María Callas con un vestido de escamas arco iris. Y entonces te colma una emoción como de niña con el vestido perdido de barro, y dejas el juego por un segundo, estremecida, y tus lágrimas apenas se notarían, entre el agua y la sal del océano, si no fuera porque nada más brotar de tus ojos, se hacen duras y prenden, como cometas prenden, y desde allá arriba deben verse brillar como un mar estrellado o la Vía Láctea volcada del revés. Voy a esperar un poco más, a ver si se acerca uno, tienes que verlo, niña, te va a encantar el pez soprano. ¿Todavía duermes?
*
CABO DE VER UNA ESTRELLA FUGAZ rasgando la oscuridad, no sé si ha sido en el agua o en la noche, si fue en el cielo o una lágrima tuya, una feliz y colmada, radiante. No importa, de todos modos voy a pedir un deseo, y trataré de guardar el secreto. Aunque a veces no estoy seguro de qué hacer con ellos, porque los secretos inconvenientes hay que decirlos siempre, para socavar el mundo y no dejar nada pendiente bajo la pereza o el miedo. Los secretos inconfesables, por otra parte, no son más que pájaros inquietos que aguardan en su escondite, y simulan aceptar las varillas de su jaula, pero en su pecho arde un anhelo encendido por la libertad, por convertirse algún día en confidencias, en canto al alba, en algarabía abierta y desnuda entre las altas galerías de la selva. Sólo hay una clase de secretos que deba guardarse siempre, que no pueda desbordarse nunca de los labios, ni mojar otras almas con su lengua embotada en impulso: los incomprensibles.
Esa estirpe de secretos son como centauros desbocados, una tribu indomable, y no pueden traducirse en palabras, ni interpretarse con las herramientas del conocimiento, ni medirse con las de la ambición, y están hechos para desordenarlo todo, por eso deben morar en una celda más allá de los labios, en los sótanos del pecho, en las mazmorras del alma. Deben cumplir condena allí, porque las cosas pueden irse de las manos si huyen, si anudan sábanas para fugarse en pleno delirio, descolgándose de la razón. Hay que tener suma cautela con los secretos incomprensibles, porque son los más peligrosos, y son capaces de construir una balsa y escapar de su isla, como un conde traicionado, y vivir una doble vida entre los mortales, y disfrazarse de príncipe oriental o mendigo de la
Rive Gauche, y golpear el día menos pensado, cambiando para siempre el destino de las almas.
Por eso mantengo ciertos secretos a buen recaudo, como este deseo que acabo de pedirle a esa lágrima fugaz, a esa sonrisa de asteroide que hace un momento se ha dibujado en la noche dulce y oscura. Y lo alejo del borde de mis labios, y mantengo sellada la celda, y vigilo el sótano que palpita telúrico a cada latido dentro de mí. Sobre todo lo mantengo alejado de mis labios, porque ciertos secretos incomprensibles —
«por qué a mí, por qué así»— sólo pueden revelarse con la catarsis de un beso.
Sigo esperando al pez soprano, niña, pero ya se ha hecho tarde, así que viro el precario timón y me dirijo de nuevo hacia la isla. No importa, seguro que el gran pez me ha visto desde el fondo, porque me ha parecido que se aproximaba un resplandor sumergido de peces foco y luciérnagas submarinas, y que un fulgor amarillo rodeaba la balsa desde lo profundo. Estoy convencido de que ahora mismo nada lentamente bajo mis pies y me sigue rumbo a casa, trazando ochos, calentando la voz, y cepillando sus escamas arco iris contra las esponjas adheridas a los maderos que me sostienen. Seguro que se está preparando para darte los buenos días cuando despiertes, niña. Y no habrá lugar más hermoso en el mundo que nuestra isla, ni criaturas más dichosas, ni arte más puro al mezclarnos, ni en los siete mares, ni en toda el Arca, ni en la Scala de Milán.
Me gustaría atrapar este momento, sin avidez por poseerlo, sin las pobres demandas del ego, sólo por la satisfacción de saber que es posible, aunque luego lo devolviéramos al mar, como un precioso pez que nadie osara malograr. Me gustaría tocar con los dedos esa belleza infinita, sin que se nos deshiciera entre las manos, y tener un respiro para poder saborear, ni que fuera por un instante, la contemplación de esa conmovedora y frágil felicidad, como si tuviera una red luminosa extendida sobre ella.